Gabriel García Márquez: cuarenta años de su Premio Nobel de Literatura - Lecturas Dominicales - ELTIEMPO.COM

2022-10-15 05:21:57 By : Mr. William Li

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García Márquez, poco después de recibir el Nobel, vestido con su clásico liquiliqui.

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El 21 de octubre de 1982, hace cuarenta años, Colombia se despertó con la noticia jubilosa del Premio Nobel de Literatura para Gabriel García Márquez, sin duda el escritor más grande de nuestra historia y uno de los mayores de todos los tiempos en todas las lenguas, al punto de que no es solo que fuera el mejor escritor nacido aquí sino también el único colombiano que había logrado de verdad lo más difícil que pueda haber en el arte y en la vida, la universalidad.

Por eso ese día este país celebró ese triunfo individual y solitario –eso es la literatura, la tentación del fracaso– como si fuera de todos, y más que la gloria de un escritor parecía la de alguno de nuestros abnegados deportistas de ese entonces, acostumbrados sin remedio a unas proezas inconcebibles y titánicas en las que todo el país se paralizaba y quedaba en vilo, lloraba, se agarraba de la cama y luego se lanzaba a la calle a pitar en sus carros con locura.

Colombia no sabía lo que era ganar, y es probable que todavía no lo sepa bien del todo, aunque en estos cuarenta años eso ha cambiado mucho y ya los triunfos de nuestros héroes no son tan raros ni tan sufridos, tan atormentados, tan cercanos a la derrota como lo eran en los años ochenta, por eso la gente aquí no sabía qué hacer cuando irrumpía una buena noticia así: nos daba risa nerviosa, nos mirábamos angustiados y perplejos.

Pero ese 21 de octubre de 1982, en su casa de México, García Márquez recibió muy temprano en la mañana la llamada desde Estocolmo en la que un funcionario del Gobierno sueco le anunciaba que se había ganado el Premio Nobel de Literatura. Ya alguien le había contado en la víspera que era muy probable que eso pasara, pero por puro agüero él solo se lo dijo a su esposa, pues ya otras veces se había quemado el pan en la puerta del horno.

Nomás recibida la noticia, casi como el cumplimiento de un destino, ‘Gabo’ salió al patio interior de su casa en la Calle del Fuego del D. F. y dejó que su hijo Rodrigo les tomara una foto en bata de dormir a él y a Mercedes, su esposa y compañera de toda la vida, la mamá grande. En esa foto se les ve la cara de alivio más que de dicha y de felicidad; la certeza una vez más de que eso tenía que pasar, como si todo hubiera estado escrito desde el principio.

No es solo que fuera el mejor escritor nacido aquí sino también el único colombiano que había logrado de verdad lo más difícil que pueda haber en el arte y en la vida, la universalidad.

Muy pronto la casa se empezó a llenar de gente y de flores amarillas, y cuando llegó a visitarlos un amigo que todavía no se había enterado de lo que estaba pasando, vio ese revuelo y pensó aterrado: “Mierda, se murió Gabo”. Luego, ya adentro, protestó porque la noche anterior también había estado allí y nunca nadie le dijo nada, pero Mercedes lo apaciguó con su autoridad de matrona guajira: “Usted sabe compadre que en esta casa no nos gusta el chisme”.

En realidad sí hubo un amigo que supo en la víspera la noticia todavía sibilina e incierta del Nobel: Álvaro Mutis, el mejor de los amigos, quien quiso llamar de inmediato a su hermano Leopoldo, pero García Márquez lo previno con la advertencia de que todo podía cambiar en minutos y le recordó la historia de un pobre autor italiano al que unos periodistas sin corazón le hicieron la broma de llamarlo a conferirle el Nobel cuando no era cierto.

Pero el día de la noticia oficial, ya después de los conjuros, la celebración de ‘los Gabos’ con sus amigos sí fue en la casa de Mutis y su esposa Carmen, la adorable maestra: una borrachera colosal hecha de tequila y aguardiente, nada más, y es famosa la historia del pobre Juan García Ponce que se rodó por una colina en su silla de ruedas sin que nadie allí se diera cuenta, mientras él gritaba tirado en el piso y feliz: “¡Hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta!”.

Al día siguiente, radiante, García Márquez le dio una entrevista a Televisa en la que dijo: “Necesito dos minutos de calma para saber bien qué es lo que tengo que sentir con el Nobel...”. También dijo que lo bueno de que le dieran el premio es que ya nunca más iba a tener que ser candidato, y prometió que lo iba a recibir en guayabera, “el traje nacional del Caribe”. Y añadió: “Con tal de no ponerme frac, me aguanto el frío de Estocolmo en guayabera…”.

No se puso guayabera pero sí un liquiliqui, como se sabe, en una inolvidable ceremonia en la Sala de Conciertos de Estocolmo el 10 de diciembre de 1982. Todo vestido de blanco, como levitando, Gabriel García Márquez recibió la ovación del mundo entero rendido a sus pies; luego, en el banquete que les ofrecieron los reyes a él y a los demás laureados, pronunció un discurso alucinado que se llama Un brindis por la poesía.

García Márquez acompañado con algunos amigos, entre ellos Jaime Castro, Manuel de Andreis, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Plinio Apuleyo Mendoza, Eligio García Márquez y Hernán Vieco.

Ese discurso lo hizo Mutis porque a ‘Gabo’, como le decían todos, se le olvidó por completo que tenía que escribirlo entre tantas borracheras, entonces le dijo a su mejor amigo: “Hable de lo que usted sabe, maestro: de la poesía que cuece los garbanzos en la cocina...”. Y así quedó dicho allí: “La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos...”.

Lo que sí escribió el Nobel (el ‘premio’, como desde entonces y para siempre le decía la gente en las calles de Cartagena) fue una conferencia que se llama "La soledad de América Latina": una reflexión tan bella y tan lúcida sobre nuestro destino contrariado que por sí sola merecería que a su autor le dieran el Nobel, con ese final de novela: “Donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra...”.

Estocolmo, gélida y fantasmal, oscura desde el mediodía como siempre en el invierno boreal, fue por esos días del desembarco colombiano un verdadero carnaval, un rapto de música y de fuego, de cumbia y vallenato, de nostalgia y de ron. Todos los amigos de ‘Gabo’, los vivos y los muertos, se dieron cita allí para esa consagración que parecía a la vez imposible, justa, milagrosa.

Alguna vez alguien me contó que uno de los músicos vallenatos que estuvo allí en el Grand Hotel, un acordeonero famoso en el Valle, vio al botones con su traje de gala, más elegante y solemne que lo que hubiera visto jamás en su vida. Entonces otro músico del grupo, un cajero, le dijo a su colega para mamarle gallo: “Es el rey de Suecia”, y el acordeonero se arrodilló y le hizo toda clase de reverencias y besamanos al estupefacto y coronado botones.

Era como si todo en la vida de García Márquez estuviera teñido por la fuerza de su poesía; como si todo lo que pasaba en ella fuera un episodio más de sus novelas delirantes y hermosas. El día en que se ganó el Nobel, un noticiero de la televisión colombiana entrevistó a su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, quien solo atinó a decir que ojalá el premio sirviera para que por fin le arreglaran el teléfono de la casa, dañado desde hacía tres meses.

Lo increíble, o no, es que así fue siempre; lo más conmovedor es que desde el primer momento la vida de García Márquez pareció estar destinada a la literatura y nada más: las historias que oía en la casa de sus abuelos, su relación tan extraña con sus padres, su viaje al internado en Zipaquirá, su llegada a Bogotá, donde le tocó ‘el bogotazo’ y donde leyó maravillado a Kafka en un tranvía de cinco centavos en el que se quedaba todo el día girando sin parar.

Había publicado sus primeras cosas en El Espectador, saludado con ilusión y entusiasmo por el gran Eduardo Zalamea Borda. Pero el fuego y las balas del 9 de abril de 1948 lo devolvieron a la Costa, primero a Cartagena y luego a Barranquilla, donde se incorporó a la tertulia literaria de Ramón Vinyes, ‘el sabio catalán’. Y era como si todo el mundo supiera, en todas partes, que no había un escritor más grande que ‘Gabito’.

No había escrito apenas nada: sus cuentos y unos poemas veniales y por suerte olvidados, sus textos periodísticos que ya revelaban su genio, una novela (La hojarasca) que el crítico literario Guillermo de Torre rechazó para publicarla en Losada, en Buenos Aires, con el argumento de que era mejor que se dedicara a otra cosa, no a escribir. Como les dijo Dick Rowe a los Beatles cuando los rechazó en Decca: “Los grupos con guitarras están condenados a desaparecer...”.

García Márquez recibió el Premio en diciembre del 82. 

Lo que sigue es la historia épica que ya todos conocemos: su regreso a Bogotá para escribir y hacerse famoso en El Espectador; su ida a Europa y a la pobreza, mientras esperaba un cheque que nunca llegó, como el coronel de su historia esperaba su pensión de jubilado; su ida a Venezuela, de la mano de Plinio Apuleyo Mendoza, su compadre, y luego a Estados Unidos; su viaje a México, donde estaba Mutis y donde quería cambiar la literatura por el cine.

Y allí en México, una mañana de 1965, el rapto y la iluminación, la epifanía de Cien años de soledad: la novela que había estado escribiendo toda la vida; la saga desastrada de Macondo, ya presente en La hojarasca y, de alguna manera, en El coronel no tiene quien le escriba y en La mala hora. Era un acto de exorcismo, una conflagración: encerrado en su estudio mientras Mercedes vendía el carro para llenar la nevera,' Gabo' estaba creando el mundo.

Así lo describe alguien que iba todas las tardes a verlo y él aún no salía de su encierro: por la hendija de la puerta apenas se deslizaba el humo de los cigarrillos; adentro, la máquina de escribir no paraba de sonar junto a las canciones de los Beatles: un milagro estaba ocurriendo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”.

Por esos días de pobreza, mientras García Márquez escribía al filo del abismo su novela, les dijo a sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, que no se preocuparan y que muy pronto, una tarde, un señor muy elegante iba a llegar con una maleta llena de billetes. Eso fue lo que pasó con la primera liquidación de ese libro que le dio la vuelta al mundo: un señor muy elegante, enviado por la editorial Sudamericana, entró una tarde con una maleta llena de billetes.

¿Cómo no creer en los milagros y en la magia, cómo negarse al destino después de conocer la vida y la obra de Gabriel García Márquez? Eso era algo que él mismo tenía clarísimo, por eso jamás quiso volver a Buenos Aires, donde se publicó Cien años de soledad: mejor no romper el hechizo. Y una vez que le iban a hacer una transfusión de sangre se negó de tajo: qué tal que el secreto de todo estuviera allí, qué tal que esa fuera la única explicación de su suerte.

Esa y la de su talento sin límites, su certera intuición, su lengua iluminada. O como escribió su mejor crítico, Ernesto Volkening, “la capacidad nada común de ver las dos caras de la luna”. Todo eso estaba en esa llamada que retumbó en la madrugada del 21 de octubre de 1982, hace cuarenta años, en la Calle del Fuego del D. F. Ese día, y para siempre, el Nobel cayó en Macondo, como dijo Antonio Caballero.

Por primera y única vez en nuestra vida, quizás, los colombianos supimos lo que era ganar algo de verdad. Por eso todavía lo estamos celebrando.

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